Identidad

Mi familia es mi homeostasis, la razón por la que puedo soportar los golpes de la vida. Ellos me permiten sanar después del abuso social al que me expongo por querer cambiar las cosas como son. En septiembre de 2015, con los fondos de una beca me mudé a Canadá para estudiar cualquier cosa que me permitiera salir de mi país. Con eso vino el abandono social.

Aunque es deprimente y doloroso, es bueno tocar fondo. Allí, los pros de mis posibles utopías palidecen a lado de no tener una mano que tocar. Más grave aún, mis sueños ahora me parecen impresentables por carecer de una característica vital: la apropiación colectiva. ¿Estoy esforzándome por un ideal al que nadie adhiere o por un futuro por el que todos los seres humanos están dispuestos a realizar sacrificios? La primera opción parece más procedente.

¿Qué va a suceder cuando sea viejo, cuando ya no me acompañen mis padres? No lo sabía, pero definitivamente quiero tener una familia, aunque sea de amigos. Personas en las que me puedan abandonar, tras un desahucio, tras una herida que no sana. A esa familia, o a la que viene con la progenie, se le dedica tiempo y esfuerzo. Así se gastan juventud y ahorros, así uno se vuelve parte.

Tal vez era su apoyo, y no sólo mi convicción, lo que permitía el avance de mis sueños. Aún pensando diferente, son incondicionales. A ellos me les debo, como el feligrés se debe a dios, por hacer posible la vida. Porque son mi identidad.

Cierro los ojos:

“No hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar”.


Dudé un poco antes de publicar el texto, pero creo que esta aclaración bastará. Sí, esto es lo que siento y no creo que esconderlo sea saludable, pero tampoco es un caso de grave depresión, es algo temporal pero que expresa perfectamente un momento en el tiempo que marca mi identidad. Y quiero que esté aquí, como testimonio, como recordatorio, como cicatriz (que sana).

La infancia

De niño, fui una persona muy callada. Aprendí a observar a la gente, quizá porque todo se dio a destiempo. Leí muy temprano, antes de empezar la educación formal y en el jardín de infantes yo quería jugar, hasta que un buen día un niño me reprendió: “tengo que hacer esto”. Su sentido de responsabilidad extrema me marcó hasta el día de hoy (yo tenía cinco años). Desde entonces yo acababa rápido y tenía que observar al resto, sin molestar, simplemente observar.

Y es así como se me pasó la infancia, sin preocupaciones, sin trampas, sin muchos amigos. Me las tuve que ingeniar para atrapar el gusto de la gente, rodearme de cosas curiosas, de imanes –que aunque simples cuestionan la mente humana– ser el dueño del balón, todo porque alguien me dijo que yo era una molestia. ¿Y si alguien más me hubiera dicho que no era así? Pues no importa, porque descubrí cientos de cosas curiosas, caminos apenas macheteados.

Hoy, nuevamente, te miro. Mientras lees este texto.