TAYOS: No es un documental

EXPECTATIVA

Tenía bastante expectativa sobre el estreno de TAYOS. La película se anunciaba como un largometraje documental y, obviamente, fue rodada en una geografía poco recorrida pero muy presente en el pensamiento del Ecuador: la cueva de los Tayos, nombrada de esa manera por los pájaros que en ella habitan. Para ir a los Tayos uno necesita superar el esfuerzo mínimo del turista que acude a una agencia de viajes y dice «deme dos». El descenso a las cuevas implica un viaje de algunos días, equipamiento, guía y entrenamiento. Si algo ha permitido que crezcan los mitos alrededor de Los Tayos es precisamente su inaccesibilidad. Muchas veces el «tenías que estar ahí» acompaña al «no puedes probar que no es verdad». Por eso, el documental me resultaba tan necesario, porque uno puede, aunque sea de forma anacrónica y digital, desplazarse hacia un espacio que permita pasar de la hipótesis a la afirmación.

Antes del documental, había escuchado, como una gran mayoría de gente, relatos sobre las expediciones a la cueva. Uno crece con esos mitos de que en los setenta la CIA vino y se llevó todo lo que pudo. En ese botín caben tanto el ADN de las diecinueve y más etnias que habitan el país como las planchas de oro que se escondían en las cuevas.1 Es que en la duda cabe todo, y eso incluye los relatos de seres de otros planetas, seres de nuestro planeta pero que viven bajo la superficie, o ni arriba ni abajo sino en otro plano. Eso son los Tayos, un amplificador del tinte esotérico que vende en las librerías de nuestro país.

Pero Tayos es, necesariamente, más que eso. Al  estar escondido en un lugar tan hostil y lejano, ha podido preservar también la verdadera historia, el golpear de los ríos, la formación de capas sedimentarias, ¿restos arqueológicos? ¿fośiles? Un laberinto enorme con espacios altos como edificios. Arañas, pájaros, estalactitas, en fin, historia natural viva.

REALIDAD

Desde un punto de vista espacial, el documental no es capaz de transmitir adecuadamente las dimensiones del espacio que se explora ni la ubicación del espectador en un momento determinado. Un mapa antiguo en dos dimensiones es utilizado para guiarte durante el film. Está bien tener bajo el presupuesto y tal, pero no hubiera estado mal bocetear en una servilleta la tercera dimensión para saber si estamos subiendo o bajando. Si la cámara que visitamos es de techo alto o bajo, si existe o no una conexión con la superficie o, por el contrario, es posible caer hacia nuevos espacios en la parte inferior. Es difícil estar ahí porque la filmación recorre el espacio de la misma manera en que se hacen las grabaciones de bajo presupuesto para películas de terror.

Desde un punto de vista histórico, el documental es flojo. Es como un deber de los estudiantes que copian de la Wikipedia pero no leen las referencias al pie. Es exactamente eso. No hace falta un gran esfuerzo para reunir información alrededor de un tema y presentarla. Lo que requiere esfuerzo, es ser críticos y presentar un juicio de valor. El documental, en este sentido, guarda la personalidad de su director Miguel Garzón, la cual se evidencia en dos momentos. Primero, cuando está entrevistándose con una de las personas que estuvo en la expedición que descendió a las cuevas con Neil Amstrong. Durante esa entrevista se señala la existencia de un video que documenta dicha expedición, el cuál aparece en formato VHS y digital. Eso es todo lo que sabremos sobre dicho video en el documental, que existe, pero esas imágenes no fueron ni presentadas, ni descritas en TAYOS. Segundo, cuando Garzón acude a su experiencia personal para explicar la divergencia de interpretaciones sobre las cuevas. Habla de su experiencia en una práctica de yoga donde tras realizar los ejercicios respiratorios, se sentía distinto y veía todo blanco. Claro, es conocido que la hiperventilación produce alteraciones visuales y cambio en la percepción del entorno debido a la alteración del pH sanguíneo pero, hey, eso no es tan emocionante como para la escena final de un documental.

La historia natural de las cuevas, también es retaceada en el documental. Hay que reconocer que sí existe trabajo para explicar qué son y cómo se formaron las cuevas, pero quizá todo hubiera mejorado con (1) animación o (2) comparación de las cuevas con lugares similares. Uno queda fascinado al aprender que los ríos recorren el interior de las cuevas, y que lo han hecho por siglos. Sin embargo, la ausencia de un escenario espacial y la ausencia de conexión de las cuevas con el entorno circundante, hace difícil conectar los puntos donde, claramente, hay potencial para enseñar. ¿Otra deuda? La población de los alrededores, no hay explicación de sus mitos fundacionales, de cómo se conectan con la cueva más allá de las experiencias de dos o tres personas en la expedición.

Lineal, lineal, lineal.

Nota al pie

[1] Entre el asesinato a Roldos yTorrijos y la lluvia de patentes con materiales propios de nuestra región, a uno le queda la duda, y es precisamente esa duda la que le da de comer a Telesur y Russia Today.

ESCAPAR de Guy Delisle (reseña)

Huffington Post©

 

Escapar es un libro sin muchos misterios. Se trata de otra novela gráfica de no ficción que relata las vivencias de Christophe André, un empleado de médicos sin fronteras, tras ser secuestrado y mantenido prisionero por más de cien días. Lo sustancial del libro reside precisamente en la falta de sorpresas y en la atención que Christophe, mediante los dibujos de Delisle, da a detalles pequeños que rompen con una monotonía casi perfecta. La mayoría del libro Christophe permanece esposado y recostado en un colchón viejo y uno no puede preguntarse cómo surgieron tantas páginas de historia.

Contarles mis escenas favoritas, sería llenarlos de spoilers así que no lo haré. Lo que les contaré es que el libro logra disminuir el ritmo al que uno percibe la vida, evidencia la doble existencia que los humanos desarrollamos en nuestras mentes y rescata los placeres de ser niño.

La ilustración de arriba fue realizada por Guy Delisle para el Huffington Post. Yo traduje la burbuja y el pie de página.

Ta-Nehisi Coates

Nació en Baltimore, donde dos de cada tres personas comparten su color de piel. Uno no empieza hablando de la etnia de la gente, pero si algo es recurrente en la obra de Coates es ser negro. Su padre, de nombre William, era un capitán de los Black Panther. Durante 16 años, este partido promovió una agenda política similar al actual movimiento de Black Lives Matter. Sus manifiestos buscaban libertad, empleo, el fin del robo capitalista, el cese inmediato de la brutalidad policial y los asesinatos a la gente negra, ser juzgados por sus semejantes… Su «Queremos tierra, pan, vivienda, educación, ropa, justicia y paz».  Tenían fama de violentos porque andaban cargando rifles y los ostentaban frente a la policía, la vigilaban.

”Me atraían sus armas porque las armas parecían honestas. Las armas parecían hablarle a este país en su lenguaje primario. la violencia”.

El padre de Coates era también era bibliotecario, gracias a eso Ta-Nehisi pudo estudiar en la Universidad de Howard, una universidad históricamente negra. Él la describe como «una máquina diseñada para capturar y concentrar la energía oscura de todas las personas africanas e inyectarla directamente en el cuerpo estudiantil» La Universidad contiene uno de los más grandes colecciones de Africana del mundo, y su padre era el custodio. Su interés por la escritura, sin embargo, empezó mucho antes. Cheryl Waters, su madre, castigaba su mal comportamiento obligándolo a redactar ensayos y esa sería la causa de su «fracaso». Tras cinco años en la universidad, decidió dejarla para perseguir su carrera como «escritor free-lance».

En Junio de 2014 publica The Case For Reparations en la revista The Atlantic, un ensayo de 16,000 palabras que se sumerge en «doscientos cincuenta años de esclavitud. Noventa años de Jim Crow. Sesenta años de separados pero iguales [y] treinta y cinco años de una política de vivienda racista».

«Los esclavos eran, por mucho, el mayor activo financiero de la propiedad en toda la economía estadounidense […] Se sacaron préstamos para su compra, a ser pagados con intereses. Se elaboraron pólizas de seguro contra la muerte prematura de un esclavo y la pérdida de beneficios potenciales. Las ventas de esclavos fueron gravadas y notarizadas. La venta del cuerpo negro y la separación de la familia negra se convirtió en una economía sobre ellos, que se estima trajo decenas de millones de dólares a Estados Unidos antes de la guerra. En 1860 había más millonarios per cápita en el valle del Mississippi que en cualquier otro lugar del país».

Tras hacer un recuento y no corto del abuso histórico de la población negra, Coates describe con exactitud case científica las consecuencias de las leyes y prácticas financieras en los barrios negros. Existían préstamos con bajos intereses para vivienda pero ser negro, para los bancos, era un factor de riesgo. Estas personas fueron obligadas a pactar con chulqueros para pagar cinco o seis veces el valor de una casa, la mayoría de ellos fue desalojada tras dejar décadas de su trabajo en manos abusivas. Alejados de los sistemas formales no tenían contratos para defenderse ni justicia a la que acudir.

En 1930, sólo el 30% de los estadounidenses poseían hogares propios; En 1960, más del 60% eran propietarios de viviendas. La propiedad del hogar se convirtió en un emblema de la ciudadanía estadounidense […] Ese emblema no iba a ser otorgado a los negros. La industria inmobiliaria americana creía que la segregación era un principio moral. Ya en 1950, el código de ética de la Asociación Nacional de Bienes Raíces advirtió que «un Agente de Bienes Raíces nunca debe ser instrumental para introducir en un vecindario cualquier raza o nacionalidad, o cualquier persona, cuya presencia será claramente perjudicial para los valores de la propiedad». En un folleto de 1943 se especificaba que tales indeseables podían incluir a prostitutas, contrabandistas, gángsters y «un hombre de color con medios suficientes para dar a sus hijos una educación universitaria y que por eso piensa que tiene derecho a vivir entre blancos».

Adelanta el reloj sesenta y cinco años y te topas con la burbuja inmobiliaria. Baltimore, reducto de pseudo-libertad de la población negra ha perdido millones. La mitad de las personas que recibieron un préstamo a manos de Wells Fargo fueron hechadas de su casa, 71% de las casas vacías estaban en barrios predominantemente negros.

The Case For Reparations lanza a Ta-Nehisi Coates a la fama. Se vuelve un regular en The Atlantic y empieza a contribuir a muchos otros medios. Es entonces, y no antes, que Coates es finalmente libre de escribir como quiere. Cada buena práctica del periodismo, los números, los hechos, la evidencia, eran parte de su narrativa y eso…

Eso me frustraba (…) había un efecto distanciante creado por hablar de la gente como números, ya sabes creado por hablar de la gente a través de la historia. Lo que yo quería era darle al lector algún sentido de lo que significa vivir como individuo bajo un sistema de saqueo, expresarlo, extraerlo del reino de los números y llevarlo al nivel personal.

En julio de 2015 publica «Entre el mundo y yo». Un libro que alterna entre sonrisas y lágrimas, una carta a su hijo, un retrato del rostro negro al ser golpeado por una mano bastante blanca. Ese rostro que no se mueve y devuelve la mirada, no atemorizado pero tampoco desafiante. Una mirada que tiene que medir el mundo antes de reaccionar.

Todas nuestras frases académicas —las relaciones raciales, el abismo racial, la justicia racial, el perfil racial, el privilegio blanco, incluso la supremacía blanca— sirven para ocultar que el racismo es una experiencia visceral, que desprende cerebros, bloquea las vías respiratorias, desgarra el músculo, extrae órganos, agrietas huesos, rompe los dientes. Nunca debes apartar la mirada de esto. Tienes que hacer las paces con el caos, pero no puedes mentir. No puedes olvidar lo mucho que nos quitaron y cómo transfiguraron nuestros mismos cuerpos en azúcar, tabaco, algodón y oro.

Coates habla luego de una entrevista donde él quiere explicar esto y a cambio la conductora le muestra la foto de un niño negro de once años abrazando a un policía blanco. Le pregunta por «esperanza». El escritor se puso triste pero no podía entender del todo su tristeza. Fracasó pero sabía que iba a fracasar.

Cuando la periodista me preguntó sobre mi cuerpo, fue como si me pidiera que la despertara del más hermoso sueño. Yo había visto ese sueño durante toda mi vida. Casas perfectas con bonitos patios. El día de conmemoración de la guerra, picnics, asociaciones de barrio y las salidas en auto. El Sueño son casas en el árbol y boy scouts. El sueño huele como hierbabuena pero sabe como tarta de frutilla. Y por tanto tiempo quise escapar hacia ese sueño, cubrirme la cabeza con mi país, como con una cobija. Pero esa nunca había sido una opción porque el sueño se apoya en nuestras espaldas, las sábanas y cubrecamas hechas con nuestros cuerpos. Y sabiendo esto, sabiendo que el sueño persiste  mediante la guerra con el mundo conocido, me sentí triste por la conductora, me sentí triste por todas esas familias, me sentí triste por mi país, pero sobre todo, en ese momento, me sentí triste por ti.

Esa semana te habías enterado que los asesinos de Michael Brown serían liberados. Los hombres que habían dejado su cuerpo en la calle como una especie de declaración asombrosa de su poder inviolable nunca serían castigados. No esperaba que nunca nadie sea castigado. Pero tú eras joven y aún lo creías. Te quedaste despierto hasta las 11 P. M. esa noche, esperando el anuncio de una condena, y cuando en cambio se anunció que no habría ninguna dijiste «me tengo que ir», y fuiste a tu habitación, y te escuché llorar. Fui después de cinco minutos, y no te abracé, no te reconforté porque sabía que estaría mal reconfortarte. No te dije que todo estaría bien porque nunca he creído que todo estaría bien. Lo que te dije es lo que tus abuelos trataron de decirme: que este es tu país, que este es tu mundo, que este es tu cuerpo, y que debes encontrar alguna manera de vivir con todo eso. Te digo ahora que la pregunta de cómo una debe vivir dentro de un cuerpo negro, dentro de un país perdido en un Sueño, es la pregunta de mi vida, y que la búsqueda de esa pregunta, creo yo, se responde a sí misma en última instancia.

La más grande recompensa de esta interrogación constante, la confrontación con la brutalidad de mi país, es que me ha liberado del fantasma y me ha ceñido contra el terror absoluto de la incorporeidad.

La mayoría de hombres no entendemos esto, quizá algunas mujeres sí. La sensación de no ser dueño y señor del propio cuerpo, de saberse amenazado en cada momento porque el cuerpo de uno vale menos que el capricho de otro. Es entrar en un callejón oscuro y verse rodeado de gente amenazante y con malas intenciones esperando sólo salir de ahí con lo suficiente de dignidad. Ese callejón es la vida de la gente negra. Ahí se casan, ahí conciben y crían a sus hijos. Ese terror de hacer lo que te dicen, de ser convertido en oro y algodón, esa es la incorporeidad de la que Coates le habla a su hijo.

Te he criado para respetar a cada ser humano como único, y debes extender ese mismo respeto al pasado. La esclavitud no es una masa indefinible de carne. Es una mujer esclavizada específica, única , cuya mente es activa como la tuya, cuyo rango de sentimientos es tan vasto como el tuyo; que prefiere la forma en que la luz cae sobre un punto específico en la madera, que disfruta pescar donde el agua se arremolina en un arroyo cercano, que ama a su madre en su propia manera complicada, piensa que su hermana habla muy alto, tiene un primo favorito, una estación favorita, que sobresale haciendo vestidos y sabe, dentro de sí, que es tan inteligente y capaz como cualquiera. «Esclavitud» es esa misma mujer nacida en un mundo que proclama en voz alta su amor por la libertad e inscribe ese amor en textos esenciales, un mundo en que estos mismos profesores mantienen a esta mujer como esclava, a su mamá como esclava, a su padre como esclavo, su hija como esclava, y cuando esta mujer vuelva la mirada generaciones atrás lo único que ve es a los esclavizados. Puede esperar algo más. Puede imaginar un futuro para sus nietos. Pero cuando ella muere, el mundo —que es realmente el único mundo que ella puede conocer— termina. Para esta mujer, la esclavitud no es una parábola. Es una condenación. Es la noche que nunca termina.

Cada asalto al cuerpo, dice Coates, es también un asalto a la mente, y no haya manera de escapar de eso.

Panamá: Su cuerpo, su gente y Taboga

¿Por qué fui a Panamá? Porque cuando uno comparaba los precios de los pasajes de avión, era el lugar más barato a donde se puede ir desde Quito y Vancouver, $308 y $380 respectivamente. Panamá no era mi destino, sino uno compartido con mi novia. Nuestra segunda opción era Costa Rica pero a los ecuatorianos los ticos nos piden visa.

Fui con un poco de prejuicios. La ciudada la había visto desde el avión algunas veces y emanaba un aire similar al de Guayaquil. Ya saben, donde el mar no es playa sino una calle para barcos. El contraste al llegar es evidente. Uno mira los lujosos rascacielos al aterrizar pero apenas sale del avión se da cuenta de los problemas que existen en el propio aeropuerto. Las pantallas con los estados de vuelo no son digitales sino que transmiten video con información desactualizada. Los enchufes no sirven. No hay información clara y hace un calor…

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El camino al hotel (que fue uno de los más baratos que encontré) mostraba una ciudad poco amigable. No había gente en las calles porque no hay uso mixto de suelo, y a veces porque ni siquiera hay veredas. Hay grandes porciones de tierra abandonadas y se percibe claramente la diferencia entre barrios ricos y pobres. El casco viejo está rodeado por invasiones por las que tuvimos que pasar y la gente no vive en la mejor de las condiciones. Uno de cada cuatro panameños es pobre, no tiene servicios sanitarios y el 11% de la población sufre de desnutrición.

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Fuera de eso, se sintió tan bien estar de nuevo en América Latina. Tener a nuestros referentes culturales adornando las paredes y estanterías. En el primer día nos escapamos a dar una vuelta por los alrededores del Hotel Casa Panamá (un edificio antiguo restaurado que estaba con 60% de descuento) y terminamos en «Picasso», un bar restaurante donde nos sirvieron una mezcla de mariscos, ceviche y asado. La comida en Panamá es buena —cualquier cosa es mejor que la comida desabrida de Vancouver— pero los precios no son nada relajados. Un plato costó, en promedio, trece dólares. Obviamente la gente sabía que éramos turistas así que estoy seguro de que se puede conseguir algo más barato pero es un lujo que no nos pudimos dar.

Donde sí ahorramos fue en el transporte. Inicialmente solicitábamos al hotel que nos lleve a cualquier parte pero un día los choferes estaban ocupados y decidimos tomar nuestro propio taxi. Oh sorpresa, la diferencia entre el taxi del hotel y el que uno toma en la calle era abismal. Al menos tres veces más barato. Esto lo descubrimos yendo al centro comercial y no fue sino hasta el regreso que entendimos la razón. Después de que la mera existencia del mall me haga sentir mal, quisimos regresar antes de lo planificado. En la salida, como sucede en todas partes, nos preguntaron que a dónde vamos pero después de darles la dirección, nos hicieron esa segunda interrogante que nunca había escuchado antes «¿y cuántos son?» «Somos dos», «son diez dólares», «no gracias» (y es que venir me había costado tres dólares). Luego saltó el segundo a bordo. «Yo les cobre siete —y aquí viene la explicación del sobreprecio—, no le puedo cobrar menos. El taxi amarrillo que usted para en la calle le cobra eso porque son taxis comunitarios. Si el taxista ve a otra persona que se quiere subir le va a decir ‘muévase para la izquierda’ y hace carrera para los dos».

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Los taxis en Panamá funcionan como el bus en Ecuador. Se sube el que pueda. No hay rutas preestablecidas pero nada le obliga al taxista a no parar y preguntar al que le hace señas que a dónde va. «Yo estoy afiliado al centro comercial» (tenían uniforme) «y si a ustedes les pasa algo el centro comercial tiene que responder». Entonces nuestro chofer nos dio una explicación de que los últimos tres meses del mes también trabajan los amigos de lo ajeno y que es mejor tener alguien de confianza. Después nos contó del turista ecuatoriano al que llevó a la playa. Nos dijo cuánto costaba y comparó sus precios con los de las agencias turísticas y nos dejó su tarjeta para que le podamos llamar. Esa, pienso yo, es una buena representación del panameño que encontramos los turistas. Ellos dependen mucho de la divisa extranjera e improvisarán de lo que sea necesario para ganarse el sustento. Además es gente alegre y conversona.

Lo importante de todo esto es que ya sabíamos cómo ir a la playa. Desde el hotel teníamos vista al mar pero había una tremenda cadena en el parque que llevaba a la costa porque la basura se amontonaba con el venir de las olas. Nos levantamos temprano al siguiente día y tomamos un ferry que nos llevó a Isla Taboga.

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A diferencia del ferry entre Canada Place y North Vancouver, este era abierto y algo más pequeño. En lo que sí se parecen es que ambos ofrecen wifi y en ninguno funciona. A pesar de que teníamos un clima perfecto, yo estaba escondido del sol porque un antibiótico que estaba tomando me producía fotosensibilidad. Obligatoriamente me tocó alquilar un parasol y un par de sillas que costaron otros quince dólares por todo el día. Llegamos a las once y nos fuimos a las cuatro. Creo que ese fue uno de los días más bonitos que tuvimos. Paseamos por la isla, nos encontramos con gatos callejeros. Conocimos la que dicen es la segunda iglesia más antigua del hemisferio y comimos en un pequeño espacio llamado Calaloo. Me prometí a mí mismo darle una buena reseña en google maps y se la debo.

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Crónicas de Jerusalén

Uno sabe que está en época de vacas flacas porque ningún libro de los que tienes a mano te convence. Así estaba. Ojeando a Joe Sacco, expurgando The Best American Comics, negociando una segunda oportunidad al cómic sobre la vida de Mandela, releyendo Historias del país de Quito. Ya conocen esa pesadez, similar a la de quedarse despierto no por falta de sueño sino porque la idea de apagar la luz y pensar en mil cosas bajo las sábanas no es apetecible. Iba pues, arrastrándome por la vida cuando entré al Book Store de UBC. El mismo que aparece en De paseo por Downtown.

book storeAhora que ya sabía dónde quedaba, fui directo a la sección de novelas gráficas. Pensé en tomarme mi tiempo y buscar un libro que haga conmigo lo que la chica de a lado hizo con Matthew (Emile Hirsch).

El plan fue un fracaso, apenas mis ojos se estacionaron a la distancia que permite leer las letras en vertical, supe que iba a comprar el único libro que atiné a mirar: JERUSALEM – Chronicles from the holy city.1 ¿Por qué? Pues porque era compra segura. A Guy Delisle ya lo conocí tras leer Crónicas Birmanas. Como dije, le tengo envidia porque anda a todo lado en bicicleta, vive de dibujar y es contento con su trabajo de amo de casa. Su estilo narrativo —si bien no envuelve— encanta.

El libro era carísimo, US$19, pero yo vengo de Ecuador donde estas maravillas pagan impuesto a consumos especiales, de importación y al valor agregado. Cualquier libro que al canadiense promedio le resulte costoso, para mí es una ganga. Me acerqué al mostrador y le mostré mi sonrisa de hornado a la cajera. «¿Eres parte del club de libro?» «Of course!» Saqué mi carnet de estudiante y acumulé puntos para un futuro descuento. Agarré el libro, que es mucho más grueso que el anterior, y empecé a pasar las páginas. Al inicio me dio la impresión de que era mucho más largo que el anterior, pero la diferencia no es tanta. Esta edición, de lujo, venía en papel grueso y por eso era más gorda y pesaba más.

Demoré una semana en leer el libro. Ya sé, son dibujitos. Cuando uno era niño y leía cómics —si estabas en Ecuador, seguramente se trataba de Condorito—, la revista de treinta páginas te la acabas en media hora. Un libro de trescientas páginas debería tomar uno o dos días a lo sumo. Pero no fue así, muchas de las mini-historias (que en promedio alcanzan en una hoja) son profundamente dramáticas y, tras leerlas, uno siente la necesidad de juntar los pulgares, levantar un poco el mentón y hacer introspección. Es arte del bueno, uno se pasa en esa posición sin tener palabras en la cabeza, sino esa sensación que algunos reconocen como neuronas desenchufándose de un sitio para conectarse a otro. Si fuéramos avatares en un mundo virtual, el jugador no podría tocarnos durante esos momentos y lo sabría porque tendríamos un aviso de «ACTUALIZANDO…» en plena frente.

¿De qué va el libro? Pues de conflictos. Habrán ustedes escuchado eso de que los extremos opuestos se atraen. Es cierto y Jerusalén es el espacio donde finalmente se encontraron. Ahí viven muy cerca y rozan frecuentemente. «La pared», dice la versión gráfica de Delisle, «es extremadamente interesante (desde un punto de vista gráfico)». Uno podría pensar que las barreras son soluciones naturales al conflicto, pero siempre dependerá de quién la erija. Usualmente ese bando decide el lugar donde se asienta y el otro qué grafitis escribir en protesta. «Arbeit macht frei».  Barreras en las calles, barreras entre iglesias y conventos, barreras en el camino a la escuela. Y si no hay barreras, puntos de revisión. «Ellos se hicieron esto a sí mismos», dice alguien en las crónicas, refiriéndose a la elección democrática de Hamas (¿qué esperaban que hiciera Israel si eliges a un partido que consta en las listas de casi todo el mundo como terrorista?) «La democracia sólo funciona si eliges a los que ellos quieren».

Captura de pantalla de 2016-07-25 00:16:07

Y bueno, a mí me apasiona la política pero este libro le encantaría también a mi mamá. Habla de lugares sagrados, de tradición y religiones. Es imposible no querer detenerse a abocetar tras leer el libro, a cuadrar la perspectiva que mejor se acomode en una hoja. Otra cosa que me sucedió es que me entraron las ganas de hacer una lista de todos los lugares citados que quisiera visitar, de los tips de viaje que se pueden usar para ahorrar minutos en los check-points, entre otras cosas. Leer hasta llegar al mismo punto al que llegan los judíos ultra-ortodoxos en una de sus celebraciones religiosas por órdenes divinas (página 211) —tienen que beber, dice el libro sagrado, hasta no poder diferenciar el bien del mal.

Notas al pie

1 La traducción al español, «Crónicas de Jerusalén», ya va por la quinta edición. Existen algunos sitios web donde uno lo puede descargar (o lo pueden ordenar en línea buscando el ISBN). Yo recomiendo contribuirle al autor porque vale la pena.