Demasiado honesto

Problemas

Si puedo rastrear los problemas más grandes que he tenido en la vida a una sola cosa es esa: soy demasiado honesto. Ya no estoy en edad de pensar que esa es una virtud pura. Toda cualidad tiene su lado oscuro. La terquedad es la gemela malvada de la tenacidad. El generoso casi siempre peca de ingenuo. Y el honesto escribe en su blog sobre cómo obsesionarse con la verdad te causan estrés postraumático e inestabilidad laboral. ¿Ejemplos concretos? Cuando tenía 29 años trabajaba para el gobierno y publicaba en prensa sobre el espionaje del gobierno. No solo lo denunciaba, sino que me mofaba en público de su incompetencia. Ya todos sabemos cómo terminó eso.

A menudo lo he descrito como quemar puentes. Y no piensen que es algo de lo que me siento orgulloso, a menudo esos puentes cayeron antes que los pueda cruzar. Jamás he podido disimular el descontento con mis jefes. De hecho, creo que hago un esfuerzo por dejar lo más claro posible cuál es mi postura. Resisto con exceso si es que algo me parece inaceptable. Siempre habrán dos versiones de esos encontrones (aún prefiero la mía), pero hoy me pregunto: ¿por qué?

Salir de un puesto en el sector público implica muchas cosas. A menudo, estás obligado a presentar un informe de fin de gestión. Escribir esas líneas tras mi despido del ministerio de salud pública me dio tanta satisfacción. Comparar mi rendimiento con el de todos los demás era la mejor respuesta que pude dar a las personas que decidieron que era el prescindible. Si repitiera ese ejercicio con cada uno de mis trabajos, me pasaría algo similar. Trabajar conmigo tiene ventajas. Identifico desafíos institucionales, oportunidades de mejora. A menudo, soy tan curioso que puedo aprender e implementar sistemas nuevos (en la UTE, por ejemplo, implementé Open Journal Systems y REDCap). Si no sé algo, aprenderé y si aprendo algo me gusta compartir con mis compañeros de trabajo. Sin embargo, me siguen despidiendo. A veces, no me despiden, pero la tensión crece tanto que prefiero renunciar preventivamente.

El incidente

Pero siendo honestos, no logro entender del todo porque me enojo tanto con mis jefes. De hecho, jamás pensé que fuera importante hasta hoy cuando escuché Thinking about work. En esta entrevista, Alain de Botton dice que nuestras reacciones viscerales reflejan experiencias de nuestra infancia. Adoptando ese concepto, pareciera que me enojo con mis jefes cuando se portan igual que mis papás (o algún otro personaje no macabro de mi infancia). Entonces he pasado este último par de horas pensando en las cosas tan terribles que pasaban en mi casa. Lo único en lo que puedo pensar es el episodio de la pasta de dientes. Papá inisitía en que aplastemos la base de la pasta. Mi papá fue, es y será vehemente. Entonces un día, yo entré al baño y encontré el tubo de colgate aplastado por la mitad. No recuerdo qué dije, pero pusé el grito en el cielo. Toda mi familia estaba en el baño mientras yo mostraba la evidencia del delito gritando ¡¿QUIÉN FUE?!

 

Obviamente regresé a ver a mi hermana. La más inmadura de la familia (jeje, te quiero ñaña). Pero ella meneó la cabeza y su cabello agarrado en cola diciendo que no. Y bueno, ¿qué esperaba yo? A veces mentíamos un poco para escapar de esas circunstancias. Pero dudé y regresé a ver a mi mamá. Ya no recuerdo su cara, pero seguro estaba más confundida que los extranjeros tratando de cruzar el paso zebra entre el parque La Carolina y el Mall el Jardín. En todo caso, seguro mamá se olvidó o mi hermana mintió.
Estaba a punto de darme por vencido y hacer nota mental de guardar medio rencor hacia cada una de ellas (por si acaso) cuando una voz masculina paralizó la escena. «Yo fui».

Creo que jamás en la vida me sentí tan indignado por algo tan insignificante. Ni cuando mi ex me confesó que me había sido infiel (hola, Kata, espero esté todo bien). Pero el hecho de que mi papá insistiera tanto en mantener la disciplina para luego romperla me superaba. Por supuesto, estoy partido de la risa mientras escribo eso. Pero sinceramente no se me ocurre una mejor historia. Y no quise dejar pasar la oportunidad de deshilar mi teoría de que no puedo mantener un buen trabajo porque mi papá aplastó la pasta colgate por la mitad.

Mijito, haga caso

Pero siendo un poco más serio, creo que sí hay algo que marcó mi infancia lo suficiente para dejarme este terrible defecto. No tiene mucho que ver con la honestidad sino con algo peor: necesito que la gente me haga caso. Hacer caso no porque mi autoestima dependa del número de visitas (también soy eso: por favor, suscríbanse a mi canal de YouTube y síganme en Twitter e Instagram). Cuando digo «háganme caso», quiero decir obedézcanme. En el peor de los casos, quiero que al menos me den la razón.

Acá sí hay varias historias que se repiten una y otra vez. Yo tratando de entrometerme en una conversación adulta. Los adultos mirándose unos a otros. Mamá llevándome a un lado diciendo que los deje hablar. Por supuesto, tampoco recuerdo qué dije, pero dado el contexto seguro que no era nada brillante. El problema no era tanto que mis argumentos eran disparatados (al menos, nunca tendré esa certeza), sino que nadie discutía conmigo. Nadie escuchaba mis ideas y me explicaba porque estaban mal. Simplemente mi opinión no era válida por defecto. Porque era niño. Sufrí lo que los gringos conocen como ageism y que tristemente no tiene una traducción bacana. ¿Edadismo? Ser discriminado por el simple hecho de que eres de otra edad.

No les miento cuando les digo que esperaba con ansias la siguiente etapa de mi vida para dejar eso atrás. Esperaba que al llegar al colegio las cosas cambiaran. Luego, que mi voz sea aceptable al llegar a la mayoría de edad. Eventualmente, me di por vencido. Si la edad no era el problema (porque la gente seguía sin hacerme caso), podía solucionarlo todo con un diploma. Cuando realmente pensé qué quería «ser de grande». No me pregunté quiénes ganan mejores sueldos, cuáles eran mis aptitudes o cómo se vería mi día a día en la profesión. La única pregunta que me hice fue: ¿cuál es la profesión más respetable a quien la gente tiene que escuchar? Y así, amigos míos, es como terminé estudiando medicina.

Medicina basada en evidencia

“Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.”
Juan 8:32

Realmente disfruté la primera mitad de mi carrera (cuando primaba el contenido estructurado sobre la resolución de casos). El señor decano —que tenía el mismo efecto en nosotros que Wilson Fisk en el universo del hombre araña— se convirtió obviamente en mi punto de referencia. ¿Cómo? Pues dictaba la cátedra de medicina basada en evidencia (MBE). La MBE desterraba la visión del médico idealizado (¡mierda!) por el uso «consciente, juicioso y explícito de la mejor certeza científica«. En este punto de mi vida, no debería asombrarle a nadie que me haya inscrito en un doctorado de epidemiología y salud pública. ¿Saben lo satisfactorio que es para mí publicar un artículo científico? Tengo nueve artículos en Scopus, y tres los he publicado solo (lo cual es algo no imposible pero un poco raro). ¿Saben qué hago cuando quiero subirme el ánimo? Revisar mis citaciones en Google Scholar. La cantidad de veces que alguien menciona mi nombre como voz autoritaria (118, por si se lo preguntaban).

Mi obsesión con la verdad y con ser honesto se conecta con un viejo adagio que he escuchado desde niño: «Al final, la verdad siempre prevalece». Si mi voz se ciñe a los hechos, casi siempre tendré la razón y, eventualmente, la gente me hará caso. Y si no, tendré el disgusto de abofetearles un «te dije».

Zanahorias y palos

Otra de las cosas que me molesta demasiado es que me impongan condiciones absurdas. Por ejemplo, estallé cuando uno de mis exjefes me dijo «puede ir [a una conferencia científica] si termina la presentación» con la que me pidió ayuda. Sencillamente exploté. ¿Por qué? Mentiría si dijera que mis padres me tenían esclavizado. No recuerdo que debiera hacer cosas para que me den permiso. Fui un niño mimado. Lo que sí recuerdo es que estaba metafóricamente atado a otros niños de mi misma edad. Por ejemplo, cuando fui a mi primer curso de guitarra, aprendí bastante rápido y quise seguir avanzando solo. Lamentablemente, no iba al curso solo sino que fueron mi prima y mi hermana (sé que suena horrible, pero quiero ser transparente sobre este «trauma»). Quizá mis papás y tíos no podían pagar demasiado, pero el punto es que no podía avanzar a los próximos ejercicios. Tenía que sentarme en el aula a esperar que otras personas se igualaran.

Lo mismo sucedió en mi primera prueba de ascenso de taekowndo. Estoy seguro que me debían haber ascendido directamente a cinturón amarillo con puntas azules, pero mis papás querían que mi hermana y yo estuviéramos en la misma clase. Nada de esto puede ser verificado. Incluso puede que fuera mentira, pero yo internalicé esas experiencias. Era extremadamente frustrante. No sé si eso explique por qué exploté cuando me pidieron que haga una tarea que no me gustaba como condición a hacer otra que me importaba. Lo más inapropiado del tema es que usé la profesión de mamá como insulto. «No soy su secretaria».

Ética laboral

¿Por qué les cuento esto? En parte porque es terapia. Pero en la práctica, un buen ambiente laboral necesita este tipo de honestidad. De aproximarnos al trabajo conscientes de nuestros defectos. No les digo que son cosas que voy a soltar en la primera entrevista, pero creo que sí compartiré algunos detalles una vez firmado el contrato. A menudo escuchamos hablar de honestidad intelectual, pero la honestidad emocional también es relevante. Me aterra pensar que, en un futuro, mis ingresos y prestigios dependerán de mi capacidad para escribir grants. ¿Cómo me voy a sentir cada vez que alguien rechace mis aplicaciones? Como ese niño de seis años preguntándose por qué no le hacen caso. Quizá por eso me encantan tanto las labores editoriales. ¿Qué puede ser más bonito que decirle a otra persona que no puede escribir una frase como ella quiere sino como la quiero yo? Sí, hay gente a la que le pagan por eso. Quizá el mejor trabajo sea aquel donde brillemos por nuestros mejores defectos.

 

 



 

La bufanda

Cuando murió mi abuela, no fui a su velorio. No quise. Recordaba que no me agradó para nada la ceremonia cuando partió mi abuelo y se lo dije a mamá.

—No voy a ir.

—¡Pero es mi madre!

Respondí con algo parecido a “no me importa”. Creo que nunca se sintió tan traicionada. La verdad es que no podía entenderla. Jamás en la vida me había faltado mi madre. Más bien lo contrario. Una vez me fui a la escuela sin desayunar (el chofer del bus era extremadamente puntual) y cuando llegué mamá estaba ahí con una taza de leche con café. Me la tomaba mientras me decía que jamás vuelva a salir de la casa sin haber comido algo. Es un recuerdo que llevo como un tatuaje. Mamá en uniforme dándome de comer.

El velorio de mi abuela transcurrió como debía, supongo. Todos continuaron más o menos con sus vidas como pudieron, excepto Paty, mi prima. Quien alguna vez fuera una persona exclusivamente risueña. Esa Paty no volvió. La familia estaba totalmente destrozada porque todos nuestros rituales giraban en torno a la abuela: la fanesca, la colada morada y la novena de navidad. Cuando era niño, cuatro de los seis hermanos vivían con los abuelos. Las otras dos hermanas visitaban la casa con frecuencia. Yo incluso tenía la llave porque vivía a meras dos cuadras. La casa de los abuelos era nuestra Mecca. Fue duro cuando murió el abuelo, pero esto era un terremoto preguntando si el edificio va a seguir entero.

La casa se sostuvo. Se sostuvo porque migramos todas nuestras tradiciones y reuniones al portón de enfrente. En retrospectiva, era apenas lógico. Mi tía Colombia era la que dominaba las recetas familiares. Jamás se alejó de mis abuelos y era mamá en derecho propio. La ñaña Colombia se convirtió en el nuevo centro de la familia. Mi mamá siempre se refirió a la tía como la más fuerte de las hermanas. En mi memoria, “la Colombi” empezó a existir al graduarse del colegio, como alguien extremadamente responsable. Nunca conocí una versión infantil de mi tía. Jamás supe de alguna travesura de su infancia. Al contrario, era quien corregía a mi abuelo y apoyaba a la abuela. Quien le dijo a mi madre qué estudiar. Y en ese presente, quien tejía todas mis bufandas y sacos de lana. La pregunta en navidad no era tanto, ¿qué me irá a dar? Sino cuál sería el modelo del saco y el color de la lana.

La transición había empezado incluso antes de la muerte de los abuelos. Cuando papi Julio aún vivía, le dijo a Paty que prendiera las velas para empezar la novena. Ella le dijo que tenía eso prohibido y papi Julio me dijo: prende tú. Mis papás aún no me han prohibido nada. Y entonces agarré los fósforos y lijé esa cabeza. Me sentí más varón que nunca. En ese entonces, ya rezábamos la novena guiados por la abuela, pero en casa de mi tía. También allí se desgranaban los choclos, se desmenuzaba el bacalao, se repujaban las empanadas. Ahora que lo pienso, si mi abuela pudo seguir tanto tiempo al frente de las novenas, fue por la paciencia, trabajo y dedicación de todos mis tíos, pero especialmente de mi tía Colombia.

***

El miércoles recibí un mensaje de mi madre. “La misa empieza a las 12 pm, voy a hacer una lectura”. El enlace me llevó a una cámara aérea de la capilla donde velaban a mi tía. Cuando empezó la ceremonia, doce personas mirábamos en línea. Había ya algunos comentarios de pésame a la familia y me di cuenta de que no era el único atascado en la ciudad equivocada. Mi tío Richard había tomado el primer avión disponible y estaba sentado en la primera fila junto al esposo e hijas de mi tía. Detrás estaban mis otros tíos y en tercera fila la familia política. En la columna derecha estaban mi mamá y mi hermana. Regresé a ver mis ropas preguntándome por qué no estaba vestido de negro. Supongo que son accidentes que no ocurren cuando tienes con quien compartir el luto.

“El señor es mi pastor, nada me hace falta”. Mamá leyó el salmo responsorial que jamás falta en un velorio. Creyente o no, el salmo 23 es una de las poesías más lindas jamás escritas. “Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo”. Mamá debe haber perdido la cuenta de las veces que ha leído ese salmo para consolar a alguien más. Hoy, mientras leía, esperaba que pudiese consolarse a sí misma.

No voy a mentir, ver la misa fue algo completamente extraño. La voz del sacerdote tenía un ritmo completamente extraño, y el servicio exequial había contratado a alguien que haga las veces de público en el micrófono. Sin esa persona, la voz del sacerdote hubiese dialogado con decenas de murmullos inaudibles y seguro buscaban corregir eso para mejorar la experiencia de quienes veíamos en línea. Tal vez todo empezó porque en la pandemia, el sacerdote era el único presente en la ceremonia. En todo caso, los únicos momentos reales de la ceremonia estaban a manos de mi familia.

A parte de Paty, la tía Colombia tiene dos hijas: Paola y Anita. Ambas se dedicaron a las letras, igual que su papá. Paty es médica, y fue con ella que me entendí mientras mi tía estuvo en el hospital. Fue ella quien me escribió en la madrugada a contarme que mi tía “se fue”. Cuando mi tía recibió su diagnóstico, toda la familia estuvo ansiosa y confundida. Nosotros, al contrario, teníamos una idea bastante clara de lo que sucedería. Las terribles desventajas de haber pasado años estudiando para momentos de impotencia como esos. Creo que nadie más en la familia puede entender lo que es eso.

Mientras se desarrollaba la ceremonia, mi cerebro trataba de procesas esas palabras. “Se fue”. Y yo decía, ¿se fue realmente? Desde hace tiempo, creo en esa doble muerte de la que habla la película Coco. Nuestras ideas y actos nos sobreviven y dejan una parte de nosotros en el mundo. Sé que es poco consuelo, pero una persona no se va del todo. Al mismo tiempo, pensaba que hay cosas que definitivamente se van. Las caricias, los abrazos, los olores… Me preguntaba si sería capaz de encontrar palabras adecuadas para hablar también de esa vida eterna que mencionaba el sacerdote. Eterna mientras recordemos.

Una desconocida tomó el micrófono y anunció que leería algo a nombre de Ana María. Si esto fuera una montaña rusa, este es el momento donde te aseguras de que te pusiste bien el cinturón. Mi prima me ha sacado lágrimas, aunque no se lo he contado. Recuerdo que estaba en un hotel en Toronto, en medio de una conferencia cuando leí un texto suyo. No voy a mentir, me perdí la conferencia magistral por leer ese texto y quedé devastado. Mi esposa solo vio que me descuajeringaba en la cocina, llorando desconsoladamente.

Es difícil transmitir todo lo que dijo mi prima, es más, sería absurdo intentar replicarlo aquí. Pero creo que su reclamo de que la vida es tan hijueputa fue justo. Así como justo fue todo lo que dijo de mi tía, de lo solidaria que era. No me malentiendan. Odio que, en los funerales, todo el mundo solo habla cosas bonitas de los muertos. Lo entiendo desde la lógica y tal, pero siempre me ha molestado. Ahora, ese resumen de vida, ese elogio, me parecía totalmente balanceado. Mi tía vivió para servir a otras personas, independientemente de cuánto tuviera en el bolsillo. Mis recuerdos de ella son tres: estaba preparando comida para alguien más, o estaba extendiendo la mano para darle algo a alguien más, o estaba tejiendo para alguien más. Si fue injusta con alguien, fue con ella misma, por haber dado a los otros demás.

La otra cuestión con el discurso de Anita es que era un poco escuchar hablar de mi madre. Estoy seguro de que, de haber estado en la misa, mi hermana y yo nos hubiéramos regresado a ver como diciendo “ve, mi mamá es igualita”. Lo cuál hubiera sido chistoso en cualquier otra circunstancia, pero no un velorio donde estas palabras nos infundían miedo. Miedo a perder a mamá, a que me deje tomar el bus sin desayuno y no esté estacionada frente a la escuela cuando llegue. Miedo a la vida, porque es inevitablemente hijueputa. Miedo a estar lejos en el momento equivocado, a quedarse lejos, a todo lo demás.  Perdón mamá, debí haberte acompañado al funeral.

Hace pocas semanas, mamá me comentó que mi tía hizo un gesto de agradecimiento. Estaba contenta de que compré los pasajes de avión. Estoy seguro de que esperaba verme, a mi esposa y a mi hija. Estoy seguro de que quería darme un abrazo y, obviamente, regalarme una bufanda. Pero hay abrazos que cuestan miles de dólares y solo son asequibles en ciertas fechas. Hay abrazos para los que uno tiene que programar anticipadamente un reemplazo en la cafetería y consultar con las regulaciones regionales. Hay abrazos que son más difíciles porque te fallan las fuerzas y el cuerpo no te alcanza.

***

Días atrás empecé a reorganizar la ropa. Con el fin del verano, uno tiene que reorganizar el clóset para que las cosas abrigadas estén a mano. Puse todo lo que me iba a ser útil en una bolsa y, como no sabía exactamente dónde ponerla, la dejé en el suelo. Ha estado ahí un par de semanas sin pena ni gloria. Hoy Alice se tropezó con la bolsa y se quedó fascinada con las bufandas. Se enrolló una en el cuello y casi ahorca a la mamá con la otra. Me la colgué al cuello, es prácticamente un abrazo.

Tener un hijo, escribir un libro, TREPAR un árbol

Los ecuatorianos no tenemos estaciones. No podemos experimentar el cambio de color en las hojas, verlas secas en el suelo, no verlas o verlas pequeñas. Realmente no notamos el paso del tiempo con la misma urgencia que los países que borden lejos del paralelo cero. Pero tenemos algo a cambio: nuestras celebraciones anuales. Matt —que emigró de Canadá a Quito— comentaba en twitter que el cuenta los años en fanescas. Personalmente, prefiero contarlos en coladas moradas. Las fanescas se hacían en casa de la tía con toda la familia, pero la colada morada no. Para eso necesitábamos un horno de verdad. Ladrillos apiñados, bandejas de lata ennegrecidas, una pila de leña y alguna de mis huertas.

Casi todos los quiteños compartimos un origen humilde. Algo que tristemente se está perdiendo. Alguno de nuestros abuelos emigró del campo. Creció rodeado de sembríos y animales. En mi casa, la celebración de día de los muertos podía llevarnos a hacer pan en uno de tres sitios: Sangolquí, San Antonio o Guayllabamba. Y no faltaba nunca las historias de gallinas, del arado, pero más importante que nada, las historias del árbol de aguacate. Mis tíos, ya cuarentones, tentaban el destino volviendo a subir al árbol de aguacate.

¿Saben cuál sería un buen indicador de salud pública? El número de árboles a los que te has subido el último año. Así de simple. Esa cifra implica:

  1. Hay suficientes espacios verdes a tu alrededor y han estado ahí al menos unos años: Las áreas verdes nos protegen de la contaminación ambiental, proveen de espacios para el ejercicio, dan sombra en épocas de temperaturas extremas y reducen nuestros niveles de ansiedad.
  2. Te has entrenado lo suficiente como para levantar el peso de tu propio cuerpo: La gran mayoría de árboles cuelgan ramas sobre nuestras cabezas. Levantarse implica que puedes hacer algo parecido a un pull-up sin romperte la espalda. Que tienes suficiente masa muscular para no quebrarte en el descenso.
  3. Tienes un buen círculo social o has aprendido a contemplar: ¿Para qué demonios alguien va a querer subir a un árbol? Subir a un árbol es divertido cuando hay alguien más que te vea a hacerlo. En mi caso, lo hago para entretener a mi hija y para presumirle a mi esposa que sí puedo hacerlo. A veces también subo cuando estoy solo, de la misma manera que hay gente que hace cumbres para serenarse y sentirse dueña de su vida. En cualquier caso, son ejemplos de soltura emocional.

El 15 de mayo de 2032, el exdirector del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, Byron Villacís, dictaminó que se incluya una pregunta extra en el censo nacional de población: “¿cuántos árboles ha subido usted en el último año?” La preguntaba aceptaba números ordinales de cero al infinito. Cuando la gente respondía que ninguno, se debía averiguar la razón: “¿puede usted identificar al menos un árbol trepable a 200 metros o menos de su hogar?”, “¿cuál es el tiempo promedio que le tomó el subir a un árbol la última vez que realizó esta actividad?”, “¿cuenta usted con los conocimientos y destrezas adecuadas para ejercer esta actividad?”, “¿puede nombrar al menos un familiar o amigo cercano con quien realizar esta actividad?”

Fue una verdadera pena observar los resultados de la encuesta. Únicamente el 5% de la población había subido al menos un árbol durante el último año y sólo un 2% lo había hecho más de una vez. Una gran mayoría de personas no pudo responder si existía un árbol trepable en sus alrededores inmediatos. Esta estadística estuvo asociada al uso de auto como forma de transportación. En otras palabras, la gente que maneja ni siquiera se entera acerca de la cuadra en la que vive.

Los encuestadores reportaron problemas de codificación para intentaron reportar el tiempo promedio de escalada. Dado que en las pruebas piloto los encuestados no recordaban con exactitud cuándo habían subido a un árbol por última vez, los encuestadores fueron entrenados para narrar su subida de árbol más memorable. Escuchar “¿cuál fue su subida más memorable?” ponía a la gente contenta, pero caía en profunda reflexión al pasar a las siguientes preguntas: ¿todavía te puedes subir a un árbol? ¿tienes con quién?

Como consecuencia, se ha creado un proyecto financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo para incrementar el número de escaladas en las zonas urbanas. Algunas de las estrategias incluyen pausas activas en horas de trabajo para escalar un árbol al menos una vez al mes, adecuación de espacios que permita clara identificación de árboles trepables y una intervención para que la gente gane músculo y baje de peso. Es aquí realmente donde comienza nuestra historia.

Medio diario

Tras una noche asquerosa cabezear, ver la hora, scroll, scroll, scroll, bloquear pantalla, soñar con el feed de noticias, instagram, videos de youtube abrí los ojos, en ciclos. Once, una, cinco. Las cinco es buena hora. Estiro el cuello, amaso la almohada con la nuca, trueno la espalda… todo duele y los ojos arden; me detesto.

Desbloqueo el celular y empiezo la masacre. Chao Instagram, chao YouTube, chao Reddit, cerrar sesión en Twitter, iniciar sesión en Facebook, Settings, Información personal, Desactivar cuenta, Razón: no volver jamás. Renuncio. Nunca he estado más convencido que la prisa es el mal paso. Quiero que mis únicos apuros sean correr hacia la leche hirviendo, antes que se derrame en la hornilla; a la ropa que se moja con lluvia súbita de Quito; a orinar después del cine.

Me convenzo de que cambiaré las lecturas rápidas por libros. Soy comprador compulsivo y he terminado quizá uno por cada tres en el librero. Nueva regla: leo un libro, compro un libro. Tras acabar con Maus (Spiegelman), La vida es buena si no te rindes (Seth) y Virgina Woolf (Gazier & Ciccolini); por ejemplo, me doy el lujo de comprar los dos tomos de la comunidad (Tanquerelle & Benoît). En fin, leeré libros. Renuncio también a las noticias y su vástaga ansiedad infame.

Tras una noche asquerosa: la mañana. Las almohadas a manera de alfombra, mala puntería en el tacho de basura, escoger prendas entre la ropa sucia. Me detesto (y como la depresión es el pretexto para no lavar ni un plato, ya no soy el único). ‘Limpiemos la casa’. ‘No quiero limpiar la casa’. ‘Entonces ¿qué quieres hacer?’. ‘Nada’. No estoy seguro, tal vez una máquina de escribir. Es una manera de tentarme a escribir, sin conectarme, pero me visualizo odiando mis borradores y multiplicando mi talento de crear desperdicio.

Y sí, la mañana estuvo horrible, pero amaneció soleado. Lancé unos globos por la ventana y al rato rapté a lunbebé para recibir sol en el jardín. Los abuelos chochean, los vecinos chochean, la mamá (a regañadientes) chochea. Al final, acordamos salir en auto. Bordeamos los atavíos del metro y, vía La Vicentina, llegamos al Parque de Guápulo.

Lo abordamos por el borde sur, donde las enredaderas del muro corren paralelas a un pequeño riachuelo, lateral al camino de piedra. En el otro borde, varios árboles gordos y altos forman una sombra bastante agradable. ‘Aquí es donde me caí’, donde dice NO PISAR. Nos turnamos para cargar a lunbebé porque el terreno irregular inutiliza al coche. ‘Este es mi nuevo lugar favorito’, dice mi esposa, tras ultimarme que ahí festejaremos el primer cumpleaños de Alice. ‘Ahí puedes jugar con tu tío Washo’, mientras señala una familia pateando la pelota, ‘ahí con tu amigo Gilberto’. ‘Primo’, le digo. ‘Es primo de mi mami. La mamá de mi mamá se llama Carlota, ella tenía una hermana: Angélica, la mamá de Gilberto’.

El primo nos cae bien, su pequeño terreno fue el lugar que escogimos para la boda. Además de ser un lugar feliz, está en San Antonio, la ciudad de mis abuelos maternos y del padre de Andre. El primo fue periodista y, al día de hoy, aún mantiene un agudo sentido del humor. Fundó una asociación ficticia en la familia y nos hizo elegirlo presidente. Cada vez que nos reunimos bromea sobre las próximas votaciones. Alguna vez, incluso tuvo el descaro de publicar las ofertas de campaña en la vitrina de su tienda. La gente preguntaba, todos reímos. Un personaje. El día que invitó a la familia a conocer el terreno, sus viñedos aún no estaban listos; para salvar el honor, les amarró unos cuantos racimos de uvas para presumir lo bonitas que estaban.

El parque estuvo bien. Nos cambió las aires (ya no me detestaba). Al suroriente, hay un cerro inmenso lleno de bosque que inspira quedarse echado en el verde césped para dormirse un día y medio. Hay poca gente, comida rica aunque no perfecta. Ladrones mirlos, los mejores ladrones. Pero a todo le llega el tiempo y un poco hartos de las arenillas, dejamos el parque para ir al Centro de Arte Contemporáneo.

Lunbebé se quedó dormido así que nos tocó aguantar su malgenio por querer ponerla en el coche. Vimos dos exposiciones, la tecnología somos nosotrxs (que se confesó posmoderna en esa equis) y algo del archivo del Premio Nacional de Artes Mariano Aguilera. La primera expo empezaba al fondo (pero a la izquierda). Sala uno: guía sobre cómo hacer chicha, ocho tipos de grano, olor a fermento. Después, las semilluchas (normal) y, al virar la esquina, unas gafas de realidad virtual que colgaban de su mal olor. ‘Disculpe, ¿cómo funciona?’. ‘Está dañado, aquí dice, ¿sí ve?’. Más allacito, una composición de varios artistas ambateños (saludos José Luis Jácome), fusionaba arte preincaico con cyberpunk, fue mi parte favorita.

Andre, en cambio, quedó encantada con las pinturas de Segundo Ortiz que, en blanco y negro, había retratado cuatro barrios de Quito. Lunbebé hizo un amigo que le doblaba en edad. El niño ya extendía la manito como diciendo hola y se enamoró de mija. Era el único de la familia con cabello corto. El encuentro fue efímero precisamente por las pinturas de Don Ortiz: ‘Andy, ven a ver’. Tuve que mentir el ‘ya vuelvo’.

Guerras de autos

En este trabajo de ficción especulativa para la Universidad de Deakin, el autor Cory Doctorow nos acerca a un futuro cercano donde las carreteras están únicamente pobladas por automóviles sin conductor. Aquí, él presenta una serie de dilemas éticos explorados por la Escuela de Tecnología de la Información de Deakin a medida que se acerca hacia un mundo donde estos escenarios son una posibilidad terriblemente real.

Guerra de autos es una lectura larga. Ponte cómodo y disfruta de este trabajo de ficción especulativa.


Capítulo 1
─ Cero tolerancia ─

RECORDATORIO SOBRE CERO TOLERANCIA

 

Estimados Padres,

Odio empezar el año con malas noticias, pero prefiero esto a enviar una carta de condolencias a un padre cuyo hijo ha sido asesinado en un accidente sin sentido.

Como se les notificó en su paquete de bienvenida, Burbank High tiene una política de cero tolerancia sobre prácticas inseguras en autos. Incentivamos la exploración sana, y nuestro programa de informática es inigualable en el condado, pero cuando los estudiantes realizan modificaciones peligrosas a sus autos, y traen esos vehículos al campus, no solo están violando la política del Consejo de Educación: están violando las leyes federales; y poniendo a otros estudiantes, y a la comunidad en general, en riesgo.

A pesar de que el año lectivo apenas ha empezado, ya hemos confiscado tres autos de estudiantes por utilizar firmware sin licencia, y uno de esos casos ha sido referido a la policía, ya que el estudiante involucrado era un reincidente.

Mañana empezaremos un nuevo programa de auditorías de firmware aleatorias para todos los vehículos estudiantiles, dentro y fuera del campus. Estas NO SON OPCIONALES. Trabajamos con el departamento de policía de Burbank para hacerlas lo más rápidas y menos molestas posible. Ustedes pueden ayudar discutiendo este asunto tan sensible con sus hijos. El departamento policial de Burbank detendrá vehículos con fichas de estacionamiento para estudiantes y verificará su integridad en toda la ciudad. Como siempre, esperamos que nuestros estudiantes sean educados y respetuosos cuando interactúen con los agentes del orden público.

Este programa empieza MAÑANA. Los estudiantes atrapados con modificaciones sin licencia enfrentarán una suspensión inmediata de dos semanas si se trata de su primera vez, y serán expulsados en caso de ser reincidentes. Esto en adición a cualquier cargo que la policía decida aplicar.

Padres, esta es su oportunidad para hablarle a sus hijos sobre un asunto increíblemente serio que muchos adolescentes no consideran para nada importante. Tomen esta oportunidad, antes de que sea tarde: para ellos, para ustedes y para la gente de nuestra comunidad.

Gracias,

Dr Harutyunyan
Director del Colegio


Capítulo 2
─ Actualización de estado ─


Capítulo 3
─ Negación plausible ─

—Estamos muertos.

—Cállate, José, no estamos muertos. Pórtate fresco y dame esa memoria USB. Mantén tus manos abajo. El policía no puede vernos hasta que yo abra las puertas.

—¿Y las cámaras?

—Hay un bug conocido que hace que se apaguen cuando la LAN se congestiona, para dejar espacio de banda para las cámaras externas y la dirección. También hay otro bug conocido que hace que el tráfico LAN aumente cuando los policías toman el control del piloto automático porque todos los sistemas tratan de hacer capturas de pantalla para análisis forense. Entonces las cámaras están vueltas hacia abajo. Dame. LaUSB.

La mano de José tembló. Siempre mantuve el jailbreaker inalámbrico y la palanca de cambios separados: negación plausible. El jailbreaker tenía usos legítimos y no era, en sí mismo, ilegal.

Conecté el USB y aplasté la secuencia de pánico. La primera vez que ejecuté el jailbreaker, tuve que matar una hora mientras el programa revisaba diferentes vulnerabilidades conocidas, buscando un camino hacia la red de mi auto. Me mordía las uñas, porque había empezado desactivando la conexión inalámbrica del automóvil, sacando la antena de su montura, y luego colocando cinta Faraday sobre la ranura, y cada minuto que pasaba era otro minuto que tendría que explicar cada detalle si el jailbreak fallaba. Cinco minutos sin conexión podrían ser simplemente un ruido de radio transitorio o la antena que se zafó durante un lavado de autos; cuanto más durara, menos historias habría que pudieran cubrir los hechos de manera plausible.

Pero cada coche tiene una falla o dos, y el nuevo firmware dejó abierto un canal permanente para la reconexión. Podría restaurar el auto a los valores predeterminados de fábrica en 30 segundos, pero eso me dejaría operando un vehículo que no estaba inicializado, sin historial de viaje, un obvio encubrimiento. El modo de plausibilidad restauraría una carga de firmware predeterminada, pero mantendría intacta una versión cuidadosamente editada de los registros. Eso tomaría de tres a cinco minutos, dependiendo.

—Salga del vehículo por favor.

—Sí, señor.

Me aseguré de que pudiera ver mi cámara corporal, la destaqué en el campo de visión de su cámara corporal, para que hubiera una pregunta obvia después si no hubiera imágenes disponibles desde mi punto de vista. Todo se trataba de la teoría del juego: él sabía que yo sabía que él sabía, y que otras personas lo sabrían más tarde, por lo tanto, aunque yo tuviese piel oscura y ese haya sido el motivo por el cuál me detuvo, habría límites en lo malo que él podría ser.

—Usted también, señor.

José estaba nervioso, lo mostró en cada movimiento y en el blanco de sus ojos. Mejor: cada segundo del acto de «oficial amistoso» desperdiciado en él era un segundo más para que se ejecutara el script de plausibilidad.

—¿Todo esta bien? —preguntó el policía—.

—Estamos atrasados a la clase, es todo —José era el peor mentiroso. Eran las 7:55 am, la primera campana sonaba a las 8:30 am y estábamos a menos de diez minutos de las puertas—.

—¿Los dos van a Burbank High?

José asintió. Mantuve la boca cerrada.

—Preferiría discutir esto con un abogado presente —fue el turno del policía de rodar sus ojos. Era joven y blanco. Pude ver los tatuajes asomando por su cuello y puños—.

—Identificación, por favor.

Ya había transferido mi licencia de conducir a mi bolsillo de la camisa, para que no tuviera una bolsa que hurgar, sin posibilidad de insistir en que había visto algo que le diera una causa probable para mirar más allá. La sostuve en dos dedos, la tomó y él la pasó por el lector que llevaba en el cinturón. José guardaba su tarjeta de estudiante en una billetera abultada con todo, facturas, billetes y fotografías que había impreso (de chicas) e imágenes que había dibujado (hombres lobo). El policía lo miró con los ojos entrecerrados. Pude verlo tratando de convencerse a sí mismo de que uno o más de esos pedazos de papel revoloteantes podría ser un rollo de fumar y, por lo tanto, parafernalia ilegal de tabaco.

Echó un vistazo a la identificación de José mientras mi amigo recogía todas las cosas que se le cayeron de la billetera cuando la quitó.

—¿Saben por qué los detuve?

—Preferiría responder cualquier pregunta a través de mi abogado. Obtuve un A+ en mi examen escrito sobre derechos de privacidad en la era digital.

—Genia.

—Cállate, José.

El policía sonrió. Sabía que pensaba en palabras como «bravita», que odio. Porque cuando eres negra, mujer y apenas pasas de metro y medio, obtienes un montón de «bravita» y su hermana fea, «bocona».

El policía regresó a su automóvil para buscar su inspector de integridad de camino. Como cualquier otro gadget del mundo, era un rectángulo, un poco más largo y más delgado que una baraja de cartas, pero debido a que era policíaco, tenía una superficie rugosa, con topes de goma negros y amarillos, porque aparentemente ser policía te hace medio torpe. Eché un vistazo al pesado reloj de cuerda que llevaba puesto, miré la segunda manecilla a través de los arañazos en la luna. Dos minutos.

Antes de que el policía pudiera escanear las placas del auto con su aparato, me puse frente a él.

—¿Puedo ver su orden, por favor? —el bravito se volvió bocón ante mis propios ojos—.

—Hágase a un lado por favor señorita —él evitó las comas para mantener la seriedad—.

—Dije que quiero ver su orden.

—Este tipo de búsqueda no requiere una orden, señorita. Es un control de seguridad pública. Por favor, hágase a un lado.

Miré de reojo al reloj otra vez, pero había olvidado dónde estaba la aguja del minutero cuando comencé. Mi pulso latió fuertemente en mi garganta. Dio unos golpecitos en la placa de lectura de la puerta del carro (nosotros todavía la llamábamos la «puerta del conductor» porque así el lenguaje era más divertido).

El automóvil se apagó con un sonido audible mientras la suspensión se relajaba a su estado neutral, el automóvil tembló un poco. Luego escuchamos su campanilla de inicio, y luego otro sonido más plano acompañado de tres parpadeos de luces, tres más, dos más. La herramienta de diagnóstico del policía estaba conectándose con el auto, luego se empantanaría en todo su sistema de archivos y compararía su huella digital con la lista de huellas conocidas que habían firmado tanto el fabricante Uber como la Administración Nacional de Seguridad en el Tráfico de las Carreteras de los Estados Unidos.

La transferencia tomó un par de minutos y, al igual que las generaciones anteriores a nosotros, sufrimos cuando la barra de progreso se estancó, no mirábamos subrepticiamente. José jugaba un tenis ocular intenso conmigo, tratando de determinar si el auto había sido flasheado con éxito antes de que el policía lo revisara. El policía, mientras tanto, miraba la pantalla de la muñeca de su uniforme y el dispositivo que tenía en la mano. Todos escuchamos la campanilla que señala que la transferencia de archivos se completó, luego vimos como el policía tocaba su pantalla para comenzar la verificación de integridad. Generar una huella a partir de la copia del sistema operativo del automóvil tomó unos segundos; mientras tanto, los archivos de registro serían procesados en la nube de los policías y enviados a Officer Friendly como aprobado o reprobado. Cuando tus usuarios finales son policías no técnicos que se encuentran en una concurrida carretera, es necesario que el proceso sea más fácil de interpretar que una prueba casera de embarazo.

Los segundos pasaban. ¡Ding!

—Muy bien.

Muy bien… ¿te llevaré a la cárcel? Muy bien… ¿eres libre de marcharte? Avancé lentamente hacia el automóvil y el policía nos despidió con un movimiento de sus dedos.

—Gracias, oficial.

José olía a sudario. El auto arrancó en su configuración predeterminada de fábrica, y todo fue diferente, desde el visualizador en el parabrisas hasta la voz con la que me pidió indicaciones. Se sentía como el automóvil de otra persona, no como el dulce paseo que había comprado en la subasta de artículos sin respaldo de Uber y reconstruido amorosamente con partes de chatarra y trabajo duro. La adrenalina hizo que me sorprenda cuando entramos en el tráfico, la señalización del automóvil y los cambios de carril fueron un poco menos suaves de lo que habían sido unos minutos antes (si cuidas bien la transmisión, los neumáticos y los líquidos, puedes ajustar la configuración para darle un deslizamiento elegante).

—Man, pensé que estábamos muertos.

—Eso fue dolorosamente obvio, José. Tienes muchas cualidades, pero mantener la cabeza fría no es una de ellas.

Mi voz se quebró cuando terminé. Encontré un tubo de café en el compartimiento del conductor y le mordí el extremo, luego mastiqué el contenido. José me miró suplicante y encontré uno más, el último, la reserva de emergencias para digerir antes de las pruebas sorpresa. Se lo di mientras nos deteníamos en el estacionamiento de la escuela. ¿Para que están los amigos?


Capítulo 4
─ Un verdadero rompe-costillas ─

La madre de Yan había perdido el control y luego, cuando él finalmente llegó a casa, saltó del sofá con los ojos hinchados y la boca abierta, haciendo ruidos que nunca antes había escuchado.

Mamá, mamá, está bien, estoy bien.

Lo dijo una y otra vez mientras ella lo abrazaba ferozmente, apretándolo hasta que le crujieron las costillas. Nunca antes se había dado cuenta de lo bajita que era, hasta que lo envolvió con sus brazos y se dio cuenta de que podía mirar su coronilla desde arriba y ver como su cabello se estaba tornando gris.

Él había igualado su estatura a los catorce y entonces habían dejado de medir. Ahora, a los 19 años, de repente comprendió que su madre ya no era joven; habían celebrado su sexagésimo cumpleaños ese año; claro, pero eso era solo un número, algo para bromear.

Ella se calmó un poco, él también lloraba; así que preparó café para ambos con el grano favorito de su madre, tostado en St. Kilda. Se sentaron a la mesa y tomaron café mientras suspiraban y lloraban. Había recorrido un largo camino de regreso, y no había sido el único que había recorrido una autopista durante media eternidad, perdido sin servicio móvil y sin mapas, tratando de encontrar a alguien con batería que pudiera acceder a un control de navegación.

Todas mis redes sociales están llenas de eso, es horrible. Cientos de personas se estrellaron entre sí, contra la barandilla o huyeron de la autopista. Pensé…

Lo sé, mamá, pero estaba bien. El maldito auto se quedó sin gasolina y simplemente se detuvo. Rodé hasta detenerme, recibí un pequeño golpe del chico detrás de mí, luego su auto me rebasó y salió disparado como llamas. Pobre cabrón, parecía aterrorizado. Tuve que salir y caminar.

¿Por qué no llamaste?

Batería muerta. Batería muerta en el auto también. Igual que todos. Conecté mi teléfono tan pronto como me senté, ok, pero creo que el auto en realidad estaba consumiendo mi batería, todos los que conocí en el regreso tuvieron el mismo problema.

Contempló a Yan por un momento, tratando de averiguar si estaba molesta o aliviada. Ella dejó su café y le dio otro de esos abrazos que lo hicieron jadear por aire.

Te quiero mamá.

Oh, mi niño, yo también te amo. Dios, oye ¿qué está pasando?


Capítulo 5
─ Revolución, otra vez ─

Hubo otra revolución, así que todas las clases del cuarto período fueron canceladas y en su lugar nos juntaron en equipos aleatorios para investigar todo lo que pudiéramos sobre Siria y presentarlo a otro grupo en una hora, luego los dos grupos eran fusionados y debían presentarse a otros dos equipos, y así sucesivamente, hasta que todos nos reuniésemos en el auditorio para el período final.

Siria es un desastre, déjame decirte. Mi regla de oro para tener buenas notas en estas tareas en vivo sobre el mundo real es buscar artículos de Wikipedia con muchas notas de «cita requerida», leer los argumentos sobre estos hechos en disputa, y luego completar las notas al pie de página con una breve búsqueda en Google. Al ser alguien a quien no le importa un comino el problema, me permito averiguar qué citas serían aceptables para todas las personas que se llaman monstruos entre sí por no estar de acuerdo.

A los docentes les encantó, no paraban de elogiarme por mis «contribuciones al registro viviente sobre el tema» y por «hacer que los recursos sean mejores para todos». Pero la entrada de Siria fue más que larga, y los hechos controvertidos no tuvieron una resolución fácil: ¿el gobierno se llamaba ISIL? ¿ISIS? ¿IS? ¿Qué quería decir Da’esh? Todo había sido un desastre en la época en que estuve en la guardería, y luego se había calmado. Hasta ahora. Había toneladas de niños sirios en mi clase, por supuesto, y sabía que eran como los niños armenios, cabreados por algo que realmente no entendía en un país muy lejano; pero soy estadounidense, eso realmente significa que no le presto atención a ningún país con el que no estemos en guerra.

Luego vino lo del auto. Al igual que aquel en Australia, excepto que no se trataba de terroristas matando a cualquiera que pudieran tener en sus manos: este era un gobierno. Todos vimos las transmisiones en vivo de los terroristas lanza-molotovs, o revolucionarios, o lo que fuera, siendo perseguidos en las calles de Damasco por autos que el gobierno había tomado, algunos de ellos ─¡la mayoría de ellos!─ con personas horrorizadas atrapadas en el interior, golpeando los frenos de emergencia mientras sus autos atropellaban a la gente en la calle, salpicando los parabrisas con sangre.

Algunos de los autos eran de los nuevos con cosas pegajosas en el capó que impedían que las personas a las que atropellaban fueran lanzadas o arrojadas bajo las ruedas; en cambio, se atascaban y gritaban mientras los autos rodaban por callejones estrechos. Era el tipo de cosa para la que necesitabas una nota especial de tus padres que te permita ver «acción» en las clases de estudios sociales. Afortunadamente, mi madre es así de genial. O tal vez fue desafortunado, debido a las pesadillas, pero era mejor estar despierto que dormido. Era real, así que era algo que necesitaba saber.


Capítulo 6
─ Somos artistas, no programadores ─

Las personas del equipo de machine-learning de Huawei se consideraban a sí mismas más como artistas que como programadores. Esa era la primera diapositiva de su presentación, la que mostraban los reclutadores en las grandes ferias de trabajo en Stanford y Ben-Gurion e IIT. Era lo que la gente de aprendizaje automático se decía entre sí, así que repetirlo era simplemente una buena táctica.

Cuando trabajabas para Huawei, tenías acceso a la manguera de incendios: cada trozo de telemetría jamás obtenido por un vehículo Huawei, más todos los conjuntos de datos licenciados de otras grandes compañías automotrices y de logística, hasta los datos de conductor recopilados de personas que usaban monitores ordenados por la corte: delincuentes en libertad condicional, padres abusivos bajo órdenes de restricción, empleados del gobierno. Obtenías los datos post-mortem de los peores accidentes del mundo y todos los datos de simulación de las cuevas de bots: ese vasto campo de batalla virtual donde los algoritmos de aprendizaje automático peleaban para ver quién podía generar la menor cantidad de muertes por kilómetro.

Pero a Samuel le tomó una semana obtener los datos de los secuestros masivos en Melbourne y Damasco. Todo era asunto de seguridad nacional, por supuesto, pero Huawei era un socio de infraestructura crítico de las naciones de los Siete Ojos, y Samuel mantuvo sus autorizaciones vigentes en cuatro países donde tenía acceso a informes directos de seguridad.

Sin esa información, lo que quedaba era tratar de recrear el ataque a través del método de Sherlock: razonamiento abductivo, donde empiezas con un resultado conocido y luego se llega a la teoría más simple posible para cubrir los hechos. Cuando has excluido lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe ser la verdad, ¡si tan solo eso fuera verdad! Lo que nunca le sucedió a Sherlock, y siempre le sucedió a los hackers de aprendizaje automático, fue que excluyeron lo imposible y luego simplemente no pudieron pensar en la verdadera causa, no hasta que fue demasiado tarde.

Para la gente de Damasco, ya era demasiado tarde. Para la gente de Melbourne, ya era demasiado tarde.

Sin presión, Samuel.

El aprendizaje automático siempre comenzaba con datos. El algoritmo ingiere los datos, los destroza y escinde un modelo, el cuál podías poner a prueba suministrando algunos de los datos que habías dejado fuera de la base de datos de entrenamiento. Le dabas el 90 por ciento de la información de tráfico que tenías, solicitabas que modele respuestas a las diferentes circunstancias del tráfico, luego probabas el modelo en el 10 por ciento reservado para ver si podría navegar correctamente ─es decir, sin fatalidades─ por el tráfico restante.

Los datos podrían estar equivocados de muchas maneras. Siempre estaban incompletos, y lo que quedaba fuera podría sesgar el modelo. Samuel siempre explicaba esto a los grupos escolares visitantes invitándolos a imaginar el entrenamiento de un modelo para predecir la talla a partir del peso con datos de una clase de tercer año. No les llevó mucho tiempo a los niños entender cómo eso podría producir estimados inapropiados para la estatura en adultos, pero el verdadero golpe era revelar que cualquier alumno de tercer año que no estuviera contento con su peso podría optar por no subir a la báscula . «El problema no es el algoritmo, sino los datos utilizados para hacer el modelo». Incluso un niño de escuela podría entender eso.

Pero era más complicado que un simple set de datos sesgado. También estaban los casos especiales: qué hacer si se detectaba la sirena de un vehículo de emergencia (porque no todos los vehículos de emergencia podían transmitir las anulaciones al piloto que enviaban todo el tráfico a las aceras en casos de intercepción legal), qué hacer si un gran rumiante (un ciervo, una vaca, incluso una cebra, porque Huawei vendía automóviles en todo el mundo) se cruzaba frente a un automóvil, y así sucesivamente. En teoría, no había ninguna razón para no utilizar el aprendizaje automático para entrenar esto también: simplemente le decías al algoritmo que seleccione comportamientos que resultaron en los viajes más cortos para vehículos de emergencia simulados. Después de todo, siempre habría circunstancias en que era más rápido para los vehículos conducir un poco más antes de detenerse, para evitar la congestión, y la mejor manera de descubrirlo era extraer los datos y ejecutar las simulaciones.

Los reguladores no aprobaron esto: la programación «artística» no determinista era un truco lindo, pero no sustituía a la dura y rápida lógica binaria de la ley: cuando sucede «x», haces «y». Sin excepciones.

Entonces los casos especiales se multiplicaron, porque eran como cables enredados, era imposible que uno venga solo. Después de todo, los gobiernos entendían cómo los casos especiales podrían ser instrumentos de política.

Mediante casos especiales se excluyó a los sitios piratas y a la pornografía infantil de los resultados de búsqueda, a las instalaciones militares especiales de las fotos satelitales en aplicaciones de mapas, a bandas de radio definidas por software de las bandas de emergencia, a veces había que buscar canales libres de interferencia. Cada uno de esos casos especiales era una oportunidad para hacer travesuras, ya que muchos de ellos eran secretos por definición; nadie quería publicar el directorio más completo del mundo de pornografía infantil en línea, incluso si eso suponía que debía servir como una lista negra, por lo que el compartimento de casos especiales se llenaba rápidamente con todo lo que alguna persona influyente quería, en alguna parte.

Desde juegos de azar y sitios de suicidio asistido que se colaron en la lista de pornografía infantil, pasando por videos anti Kremlin agregados a los filtros de derechos de autor, hasta todas las cosas de «prevención de accidentes» en los autos.

Desde 1967, los especialistas en ética han estado planteando problemas hipotéticos acerca de quién debería ser asesinado por tranvías desbocados: si era mejor empujar a un hombre gordo por las vías (porque su masa detendría el carro) o dejarlo chocar contra una multitud de transeúntes, si la naturaleza bondadosa o maléfica del cordero sacrificado cambiaba la situación, o si las víctimas alternativas fueran niños o personas con enfermedades terminales, o…

El advenimiento de los vehículos autónomos fue una bonanza para las personas a las que les gustaba este tipo de experimentos mentales: si tu automóvil intuyera que estaba a punto de sufrir un accidente, ¿debería salvarte a ti o a los demás? Los gobiernos convocaron mesas redondas secretas para reflexionar sobre la cuestión e incluso llegaron a listas clasificadas: salvar a tres niños en el automóvil era mejor que salvar cuatro niños en la calle, pero se sacrificaría a tres adultos para salvar a dos niños. Al principio, era una diversión inofensiva e incluso linda, y le dio a la gente algo para sonar inteligente en conferencias y cócteles.

Pero fuera de los equipos de diseño de software, nadie hizo la pregunta importante: si pensabas diseñar un automóvil que tratara específicamente de matar a sus dueños de vez en cuando, ¿cómo podrías evitar que esos propietarios reconfiguraran esos autos para nunca matarlos?

Samuel había estado en esas reuniones, donde personas medio brillantes de las compañías automotrices de la vieja línea aseguraron a los burócratas de los ministerios de transporte que no habría problemas en diseñar autos inteligentes «blindados» que resistirían la modificación del usuario final. Mientras tanto, gente más brillante del lado de la ley se frotaba las manos pensando en todos los problemas que se podrían resolver si los autos pudieran diseñarse para hacer ciertas cosas cuando recibían señales provenientes de las autoridades. Especialmente si los fabricantes y los tribunales colaboraran para mantener el inventario de esos casos especiales tan secreto como las listas de bloqueo de pornografía infantil en los firewalls nacionales.

Después, estuvo en las sesiones de diseño, donde debatieron sobre cómo ocultarían los hilos y archivos de esos programas, cómo modificarían el ciclo de arranque del automóvil para detectar alteraciones y alertar a las autoridades, cómo las herramientas de diagnóstico proporcionadas a la mecánica para revisiones rutinarias podría usarse para verificar dos veces la integridad de todos los sistemas.

Luego comenzó a recibir grandes pedazos de código (blobs) ofuscados y firmados por contratistas que prestaban servicios a gobiernos de todo el mundo, desarrollando aplicaciones «prioritarias de emergencia» que, se suponía, él debía incluir, sin inspeccionarlas. Por supuesto, realizó pruebas individuales antes de que Huawei enviara las actualizaciones, y cuando inevitablemente dañaban su código, Samuel daba vueltas y vueltas con los contratistas, que querían tener acceso a todo su código fuente sin permitirle ver ningún pedazo de los suyos.

Para ellos, tenía sentido comportarse de esa manera. Si no podía ayudarlos a insertar su código en la flota Huawei, tendría que responder ante los gobiernos de todo el mundo.

Le había tomado mucho tiempo resolver esto. Al principio, supuso que, finalmente, lo peor había sucedido: las claves criptográficas de los equipos de la policía ─que se utilizaban para firmar la orden de anulación─ se habían filtrado, y los astutos criminales las habían utilizado para secuestrar al 45 por ciento de los automóviles en las carreteras de una de los las ciudades más grandes de Australia. Pero el análisis forense no mostró eso en absoluto.

Por el contrario, los ladrones habían descubierto cómo falsificar los modelos que invocaban a los casos especiales. Samuel se dio cuenta de esto por accidente, tras tres días en su escritorio, ejecutando SIM tras SIM en la nube de alta confidencialidad de Huawei; era el protocolo, a pesar de que era la nube más lenta y abarrotada que podría haber usado. Pero solo estaba disponible para un puñado de ejecutivos senior de Huawei, ni siquiera para contratistas o socios.

Había estado ejecutando la telemetría en bruto en una muestra aleatoria de los automóviles afectados en busca de un comportamiento anómalo. Por poco y no se dio cuenta, así de cerca estuvo. En St. Kilda, alguien ─con el rostro bajo la sombra de un sombrero y el perfil térmico oscurecido─ se paró frente a un auto sujeto, que redujo la velocidad, pero no frenó, y emitió dos rápidos pitidos de claxon.

El análisis de regresión de los datos de accidentes mostró que era más probable que el frenado brusco provocara colisiones traseras y peatones congelados que no podían salirse del camino. El automóvil asignaba más tiempo de cálculo al perímetro dorsal para ver si podía cambiar a un carril adyacente sin una colisión, y si eso no era posible, estimar el número de vehículos y pasajeros afectados según diferentes maniobras.

El peatón hizo una finta hacia el automóvil, lo que desencadenó otro modelo, el sistema de «suicidio por automóvil», que invocaba una evaluación detallada del peatón, en busca de pistas sobre sobriedad, salud mental y estado de ánimo, todo lo cual era difícil de determinar gracias a la ofuscación facial. Pero había otras señales, una clínica de crisis de salud mental a 350 metros de distancia, seis establecimientos con licencia para servir o vender alcohol a 100 metros, el número de despidos en el último trimestre, que daban un puntaje ponderado alto.

Inició con un frenazo fuerte y el peatón saltó hacia atrás con sorprendente agilidad. Luego, al otro lado de la carretera, otro peatón repitió el baile, con otro auto, nuevamente con un sombrero sombreado y maquillaje térmico deslumbrante.

El automóvil se dio cuenta de esto, y eso desencadenó otro modelo, que algunos analistas habían etiquetado como «chanchullos». Alguien estaba jugando tonterías con los autos, lo cual tenía precedentes y estaba dentro del rango de contingencias que podían ser manejadas. La alerta ondeó a través de los automóviles cercanos, así comenzaron a intercambiar información sobre los peatones en el área: perfiles de marcha, siluetas, identificadores de radio únicos de dispositivos Bluetooth. La policía recibió una notificación; los patrones de tráfico de toda la ciudad se agitaron también, mientras los vehículos de emergencia comenzaron a atravesar el tráfico al tiempo que los autos se detenían.

Todas estas excepciones a la norma ponían una carga máxima en la red interna y en los procesadores de los automóviles que no estaban diseñados para continuar operando cuando las crisis estaban en marcha; congelarse y esperar era la estrategia óptima a la que los modelos llegaron.

Pero antes de que el automóvil pudiera comenzar a buscar un lugar donde detenerse hasta que llegara la ley, se enteró de que había otro caso de travesuras, un par de bloques abajo, y la policía necesitaría un camino despejado para llegar a ese punto, entonces era mejor que el automóvil se siguiera moviendo para no crear una congestión. Los autos que lo rodeaban llegaron a conclusiones similares, y se estaban quedando sin procesador, por lo que cayeron en una formación de vagones de tren, usando los perímetros de los demás como puntos de orientación, convirtiendo sus sensores en una grilla literalmente acoplada que se deslizaba a lo largo con una ansiedad de máquina palpable.

Aquí es donde se volvió realmente interesante, porque los atacantes habían forzado una situación en la que, para evitar el bloqueo de los vehículos de emergencia detrás de ellos, estos autos habían cerrado completamente la ruta e imposibilitado las órdenes de anulación. Esto aumentó la urgencia de los mensajes de «quítate de ahí» que enviaba la red de la ciudad, que asignaba más y más memoria de inteligencia y sensores de los autos para tratar de resolver un problema insoluble.

Poco a poco, a través de variación ciega, la mente de los coches descubrió que cuanto más rápido conducía la formación, más podía satisfacer las instrucciones primordiales para despejar las cosas.

Así fue como el 45 por ciento de los vehículos de Melbourne terminaron en una formación apretada y de alta velocidad, corriendo hacia los límites de la ciudad mientras los vehículos de emergencia detrás de ellos los estimulaban como perros pastores y los frenéticos planificadores humanos intentaban descubrir qué exactamente estaba sucediendo y cómo demonios detenerlos.

Eventualmente, la gran cantidad de vehículos comprometidos, combinados con las diminutas variaciones en el espaciado de los carriles, las pequeñas diferencias en las características de manejo del automóvil y, finalmente, una llanta reventada, llevaron a un amontonamiento de proporciones espantosas, un choque que se estudiaría durante décadas, sería un monumento representando lo peor que la gente puede hacer.

Samuel siempre había dicho que el aprendizaje automático era un arte, no una ciencia, que los artistas que diseñaron los modelos necesitaban poder trabajar sin interferencia oficial. Siempre había dicho que llegaría un mal final. Algunas de esas reuniones habían terminado en gritos, Samuel se inclinaba sobre la mesa, gritaba a los burócratas, gritaba a sus jefes, incluso, de una manera que hubiera horrorizado a sus padres en Lagos, donde trabajos como los de Samuel eran como premios de lotería, y gritar así era un acto impensable de suicidio económico.

Pero él gritó y se enfureció y les dijo que el hecho de que desearan que hubiera una manera de poner una «puerta trasera» en un auto que un mal tipo no pudiera explotar no significaba que había una manera de hacerlo.

Él había perdido. Si Samuel quería discutir para ganarse la vida, habría sido un abogado, no un fabricante de algoritmos.

Ahora estaba redimido. Las malas ideas cocidas en la infraestructura de las naciones enteras estaban listas para comerse, y sería un festín que no terminaría nunca.

Si así es como se siente la victoria, puedes quedártela. En otras partes del mundo, hubo otros Samuels, analizando los informes de sus propios equipos: GM, VW-Newscorp, Toyotaford, Yugo. Conoció a algunas de esas personas, incluso trató de reclutar a algunas de ellas. Eran tan inteligentes como Samuel o más, y ciertamente gritaron tan fuerte como él cuando llegó el momento.

Suficiente para satisfacer su honor, antes de capitular ante la fuerza imparable de la certeza no técnica sobre temas profundamente técnicos. La convicción de que una vez que los abogados habían encontrado la respuesta, era el trabajo de los ingenieros implementarla, no había que molestarlos con tediosas artimañas técnicas sobre lo que era y no era posible.


Capítulo 7
─ Grand Theft Auto ─

Burbank High tenía una política estricta contra la ausencia de políticas: pasar por encima de la línea de la propiedad con un teléfono que no tenía la App para rechazar paquetes no aprobados era una ofensa de expulsión con la que se tenía cero tolerancia. Convertía al día escolar en una especia extraña de vacío de noticias. Hubo un día en que yo salía a recreo y crucé ese umbral para descubrir que el gobernador había sido herido por los separatistas del Valle Central y que todo el estado se había vuelto loco, viendo guerrilleros de agua detrás de cada planta enmacetada e informando sobre cada paquete inexplicado como una bomba potencial.

Nunca me acostumbré a esa sensación de salir de una zona libre de noticias y adentrarme en un mundo real que se había transformado por completo mientras yo estaba felizmente inconsciente. Pero lo mejor fue reconocerlo.

Cuando la campana final sonó, 3000 estudiantes (yo incluido) salimos de las puertas de la escuela, era obvio que algo estaba mal. Las calles estaban vacías, el tráfico zumbaba a lo largo de Third Street con una distancia de seguimiento perfecta y ordenada. Eso fue lo primero que notamos. Fue solo después de un segundo de mirar boquiabiertos el camino vacío que todos dirigimos nuestra atención al estacionamiento, el pequeño lote de la facultad y el extenso estacionamiento estudiantil, y nos dimos cuenta, al unísono, de que todos los autos habían desaparecido, todos y cada uno.

Mientras salían de las puertas y hacia el estacionamiento, vi que no eran todos los autos los que se habían marchado mientras nosotros habíamos sido buenos estudiantes en nuestras clases.

Un auto permaneció.

Como en un sueño, saqué mi teléfono y usé mis huellas dactilares para ponerlo en estado de vigilia, envié al automóvil su señal de desbloqueo. El auto, solo en el vasto estacionamiento, parpadeó y se puso en alerta sobre su suspensión. Poco a poco, los estudiantes se volvieron para mirarme, luego a mi auto y luego a mí, primero abarrotándose, y luego abriendo un camino entre mí y ese pequeño y estúpido hatchback Uber, solitario y desagradable en ese campo de asfalto. Me miraron mientras me dirigía hacia allí, abrí la puerta, metía mi mochila y me deslizaba en el asiento delantero. El automóvil, que ejecutaba mi software prohibido y funesto, comenzó con un conjunto de ruidos mecánicos y vibraciones, luego retrocedió suavemente fuera del estacionamiento, dando a los humanos a su alrededor algo de espacio, deslizándose por las carreteras vacías y apuntando hacia su hogar.

Estaba seguro de que sería detenido, el único automóvil en la carretera, lo que podría ser más sospechoso, pero no me crucé con un solo coche patrullero. Al conectarme a las noticias, observé, junto con el resto del mundo, que cada automóvil en el Valle de San Fernando formaba una manada migratoria de rápido movimiento que se dirigía hacia el Bosque Nacional Ángeles, que ya estaba envuelto en incendios forestales causados por los autos accidentados que habían caído sobre las barreras que protegían los acantilados.

Al parecer, los policías estaban un poco atareados en ese momento.


Capítulo 8
─ Sin excepciones ─

Aunque fue la madre de Yan quien encontró el sitio en la red oscura con la imagen del firmware fiddler, él tuvo que ayudarla a instalarlo en una unidad de memoria, junto con las particiones de denegación plausible recomendadas por el distribuidor. Hicieron dos, uno para cada uno de ellos y los amarraron con clips a sus teléfonos celulares.

El sermón que le dio a Yan sobre usarla todo el tiempo, sin importar si estaba en el automóvil de un amigo o en un auto taxi, fue tan solemne como el sermón sobre control de natalidad que le dio en su cumpleaños número catorce.

—Si la alternativa es caminar toda la noche, entonces caminarás, muchacho. Quiero que me lo prometas.

—Lo prometo, mamá.

Ella lo abrazó tan ferozmente que hizo crujir sus costillas, apretando su promesa en sus huesos. Él la abrazó, consciente de su fragilidad, pero luego se dio cuenta de que estaba llorando sin motivo, y luego por una buena razón, porque casi había muerto, ¿no?

Hacerle jailbreak a un automóvil tenía riesgos legales reales, pero prefería esos, considerando la alternativa.