Por qué me cambié de carrera

Matthew Carpenter suele decir que él escribe porque le pica la mano, y creo que a mí me sucede algo parecido. Escribo porque necesito que mis ideas se materialicen en un espacio ajeno a mi cerebro, escribo porque —cual Dumbledore— necesito sacar pensamientos de mi cabeza. Y este es uno que me ha venido persiguiendo por unos cuantos meses, sino años. Y que necesita una respuesta más urgente porque en un país nuevo todo el mundo te pregunta «¿y en qué estás haciendo tu posgrado?» antes o después de decir «¿y de qué te graduaste en la universidad?».

  • Maestría en políticas públicas y asuntos globales;
  • Medicina.

Otras personas con experiencias similares tienen ya una respuesta preparada, yo no. Vivo del simulacro donde a veces asiento a sus presunciones de que aplicaré mis conocimientos en salud pública, y otras me porto cortante y evasivo. «Pero uno pensaría que después de estudiar tanto te especializarías». «Así es, uno pensaría». Cortocircuito social, silencio incómodo que coexiste con un lapso lo suficientemente largo para permitir la huida.

Y no es que no les quiero decir la verdad, simplemente nunca he juntado esos puntos en algo que merezca ser llamado argumento. Y es por eso que hoy me siento a escribir este texto.

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Hace poco más de dos años, tenía un billete de avión en mi mano con destino a Francia, la visa aprobada y una carta de aceptación del programa de neuroepidemiología de la universidad de Limoges. Había interrumpido mi año de trabajo en Nayón para especializarme pero, antes de partir, tenía pendiente una conferencia en alguno de los salones de la Asamblea Nacional. Antes de que se emocionen les cuento que dicha asamblea presta sus instalaciones para realizar eventos dirigidos al público en general. Así que mi charla sobre la educación en tiempos de internet, no fue escuchada por legisladores pero sí por algunos servidores públicos de rango medio. También estaba un profesor visitante del Instituto de Altos Estudios Nacionales a quien le interesó mi perfil y me ofreció un puesto como coordinador de un proyecto para —mediante un proceso participativo— cambiar la ley de propiedad intelectual del Ecuador.

Lo que les dije a mis padres es que podía hacer historia. Si bien hacer un posgrado me acercaba un poco más al círculo docente de mi facultad (porque vivo en un país chiquito) y eso algún día me permitiría ejercer alguna influencia en cómo son las cosas, este proyecto me permitía saltarme todos esos pasos y hacer una contribución en mucho menos tiempo. En mi cabeza revoloteaban todas las ideas que heredamos los hijos de internet, el libre acceso a la información, la campaña mundial de reforma a la propiedad intelectual anunciada en esas mismas fechas por Creative Commons, los problemas de acceso a la investigación científica que teníamos en Ecuador  y el potencial del hardware de fuentes abiertas. Recibí más de un carajazo y no sin razón pero me quedé, no por mi país únicamente sino porque creo en la necesidad de cambiar las reglas de juego globales. A veces un único ejemplo puede hacer la diferencia para todos los demás.

Como se darán cuenta, en años previos no me dediqué únicamente a la medicina. Coordiné por mucho tiempo actividades relacionadas a la divulgación de material científico, al activismo ambiental y social —que puede ser caracterizado bastante bien por el descontento del movimiento que ocupó Wall Street en 2011, tres años después de la crisis financiera mundial—y al voluntariado. Si bien eso consumió bastante de mi tiempo, pude terminar mi carrera casi sin contratiempos. Practiqué en el mejor hospital público, el Eugenio Espejo y al graduarme me dieron una medalla de oro como mejor egresado.

Cuando decidí no ir a Francia, no pensé que estaba abandonando mi carrera porque, hasta ese entonces, yo había hecho más de una cosa al mismo tiempo. Y no me preocupaba «mi carrera» porque sencillamente nunca me inculcaron eso. Para mí lo importante era contribuir, hacer algo importante y significativo. Trabajé hasta marzo del año siguiente en el susodicho proyecto y, hasta ese entonces, quizá el único sin preguntarse por qué había cambiado de carrera, era yo.

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Trabajar en política me produjo un tremendo conflicto. En el hospital habían discusiones, por supuesto, pero se enfocaban en analizar mediante la evidencia más reciente y confiable, los casos de cada paciente que se nos ponía complicado. Había déficit, por supuesto, pero siempre se compensaba de la mejor manera posible, incluso «haciendo baca» —así es como llamamos a las colectas espontáneas de dinero— entre enfermeras e internos. En la política, las peleas eran ideológicas, la plata estaba comprometida de antemano y no había espacio para una discusión civilizada. Todo aquello contaminado por el anquilosamiento de poder era adjetivado para que suene mejor, pero no era sino el reflejo de un despropósito en el argumento: los tiempos políticos, los costos políticos, lo políticamente conveniente. «Político» quiere decir, en este contexto, porque a alguien no se le pega la regalada gana, porque no quiere o simplemente porque puede[joderte] y ya.

Siendo así las cosas, menos quise abandonar mi carrera, y aunque me desenvolvía en esa trama oscura de navegar en el poder, siempre me consideré galeno. En 2014, empecé a trabajar en la Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Investigación como analista/asesor. En este punto de mi vida, estaba menos claro si habría un punto de retorno a la medicina, quizás la buena relación que tenía con quienes me formaron me hizo pensar que la puerta no estaba cerrada y así estuve hasta antes de venir a Vancouver, donde todos me preguntar por qué me cambié de carrera. Ergo, parece que el consenso general es que, de hecho, abandoné la medicina. Y no es algo con lo que me siento cómodo. ¿Puedo cambiar también esa regla?

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La mamá de Carlita —mi paciente oncológica en el piso pediátrico— llamó a mi celular a decir que su niña estaba mal, que parecía que ya se iba a ir. Luego me llamó a avisar del velorio, y dónde sería el entierro. Ese día lloré y me prometí hacer lo posible para evitar que los pretextos políticos, en todas las capas que se interponen entre la ciencia y el paciente, cobraran vidas. Y en ese camino me perdí, en luchar por los ideales que ustedes, sociedad, me impregnaron de pequeño. Me perdí en la ética médica de primero no hacer daño. Me perdí en la disciplina de primero entender profundamente el problema, antes de intentar resolverlo. Me perdí en la tarea de querer curar una arquitectura social que niega, ante todo, estar enferma.

Pero nunca dejar de ser médico.